Se puede hablar de terruño, de taninos, de sistemas de conducción de vid. Se puede hablar de corchos, botellas y tendencias de consumo. Se puede hablar de uvas, colores, aromas. Se puede hablar de más. Mucho más. Porque en materia de vinos se puede hablar horas y prácticamente de todo. Pero todos esos temas que lo hacen redondo –para usar una metáfora de cata- no son más que disfraces del gran tema: el placer, el gusto y, sobre todo, las cosas que despierta en quienes lo beben. Cuando se toma una copa de vino que gusta son muchas las cosas que nos seducen. Y entre ellas, estas son algunas de las más pequeñas y a la vez grandes.
Descubrir una botella nueva: el consumidor que bebe dos o tres botellas semanales se arma un paladar en el que las marcas que compra son como seguros de confort: no fallan y no quiere que fallen, he ahí la cuestión. Pero cada tanto, en una casa de invitado o en un restaurante, se ve obligado a probar otras marcas. Si el salto es un acierto y se da con una botella cuyo sabor renueva su paleta gustativa, lo inunda un nuevo entusiasmo por la mesa, comparable al que experimenta al cambiar novia por amante.
Beber vinos viejos: no es frecuente, pero cuando uno se encuentra con una botella de 1970 o incluso anterior –que no esté arruinada, claro- el misterio del vino cobra nuevo sentido. Como esas raras sabidurías de ancianos con los que cada tanto uno se cruza en la vida, al beberlos nos queda la luminosa sensación de haber alcanzado algo singularísimo y mágicamente irrepetible.
Recomendar: así como dar con una botella nueva es un placer para el bebedor de vinos, recomendarle a un amigo una botella que no conoce es uno de los placeres vanidosos más perfectos. Equivale a demostrarle al otro que uno sabe más, está más en el tema y además tiene la gentileza de compartir el conocimiento. “Comprá este vino, probalo así o asá, y vas a ver lo que te digo”, sería la fórmula perfecta con la que lustrar el ego.
Compartir botellas: todos tenemos alguna botella guardada. Botella que no abrimos bajo ningún concepto. O casi. Porque puede darse la rara circunstancia en que, eufórico, el amante del vino decide descorcharla. Circunstancia que suele coincidir con una celebración o con la llegada de algún amigo querido. En ese momento es cuando el tesoro debe liberar su riqueza para verla brillar en los ojos de los invitados. En eso reside el verdadero placer de compartirla: en hacer sentir a los convidados dignos del tesoro. Y guay de que no se sientan así.
Oler perfumes exóticos: es mentira que todos los vinos son frutados. Algunos no lo son. Y es ahí cuando el consumidor se forma una idea cabal de la América más allá del mar de vinos conocidos. El indescriptible trazo animal de ciertos Syrah, la exótica mineralidad de ciertos blancos, el carácter curiosamente vegetal de algunos Cabernet. Cuando se los descubre se renueva el contrato de exploración constante que firma cada consumidor cuando se lanza al mundo del vino.
Conocer el viñedo: supongamos que el bebedor se pasó algunos años de su vida probando cierto tinto que lo enamoró; y pongamos que, cierto día, llega hasta la bodega y más allá aún, hasta el mismísimo viñedo que le da origen. En ese momento se opera un milagro: ver el pedregal, las plantas torcidas y firmes, contemplar la geometría rústica del la vid que da origen a su sabor favorito es, por así decirlo, un encuentro cercano del tercer tipo. Marca un antes y un después en su relación de ese bebedor con ese vino: él vio, conoce la fuente del sabor; lo demás es puro cuento.
Reconocer un sabor: otro de los placeres más nimios y a la vez grandes del vino es hallar un sabor o un aroma conocido. Si bien la prensa y los sommeliers se llenaron la boca con descriptores que enumeraban todo lo que podían saber (o imaginar) en materia de gustos y descriptores, para un consumidor hallar un trazo de tierra, roble, hongos o frutos rojos en una copa equivale a sellar un pacto de amistad con esa botella. Por un lado, siente que pertenece al mundo de los entendidos; por otro, ahora tiene “algo” en común con la marca en cuestión. Un hallazgo. Que no es poca cosa en la vida.
Dar con un acuerdo perfecto: mucho se ha macaneado sobre maridajes y poco, realmente muy poco, se ha experimentado. De ahí que cuando un amante del vino da por casualidad con un acuerdo perfecto –como queso azul con vinos tardíos, stilton con oportos, Sauvignon blanc con mariscos- se produce un efecto de invisibilidad tal entre la comida y el vino que maravilla. Para eso hay que estar atento. Y el descubrimiento trae aparejado un momento de gloria, en el que la exploración del paladar revive ese no-se-sabe-qué de los primeros gustos que marcan una biografía.
Fuente: http://www.planetajoy.com/bienjugoso/conoce-los-pequenos-grandes-placeres-que-da-el-vino/
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