Icono del sitio The Big Wine Theory

«Teresita» por Gonzalo Antón

Hace casi dos años tuve la oportunidad de conocer a Gonzalo, que hasta ese momento era desconocido para mí. A través de este tiempo no solamente descubrí un gran artista, sino una excelente persona.

Apenas terminé de crear este blog, una de las ideas que tenía en mente era invitar a gente que escribiera en él. Y pensé en Gonzalo.

Afortunadamente accedió sin ningún problema y entre viaje y viaje pudo tomarse algunas horas para escribir este maravilloso relato. Pero antes de comenzar con él, les quiero contar un poco sobre Gonzalo Antón.

Tiene 30 años, es mendocino oriundo de Chacras de Coria. Estudió dieño gráfico y después de un tiempo, decidió dedicarse enteramente a la pintura y el arte.

Viaja permanentemente por todo el mundo y sus obras han participado de importantes exposiciones en EE.UU.

Pueden conocer más de Gonzalo visitando su sitio web: http://www.gonzaloanton.com/

———-

Teresita

Era el verano del ochenta y seis. Sus padres le habían nombrado Teresa, a pesar de lo mucho que le querían; yo le decía Teresita. Y todo en la casa olía a madreselvas. Y a pan casero.

Mi cuarto año de vida fue uno de mis favoritos. Ya podía estructurar pensamientos de corrido, mi padre me había enseñado a leer unas cincuenta palabras; no sabía lo que era la escuela. Todos los días me sentaba frente a un tomo de la Espasa-Calpe familiar, y se me permitía aprender una nueva palabra. Fue el año también en que robé flan casero de la heladera, que resultó estar hecho al vino blanco. Me embriagué y salí perdido a cantar y bailar por las viñas que rodeaban mi casa de infancia. Teresita, que venía seguido a jugar a casa, estaba sentada en el barro bajo el calor de febrero al amparo de la parra. Le gustaba jugar con mis autitos, a pesar de que se le enredaban en sus bucles pelirrojos.

La vi esa vez como si la hubiera visto por vez primera. Y supe, recuerdo que supe y pensé, que Teresita debía de ser lo que todas las mujeres querían ser. No creo haberme equivocado. Me senté a su lado. Nunca nos decíamos ni hola ni adiós: la nuestra era una conversación que a veces se dilataba nomás. A veces más, a veces menos. Teníamos las manos llenas de barro. Y con decisión pero sin prisa, tomé su carita entre mis manos, ensuciándola toda. Me acerqué despacito a su boca, como para darle tiempo a que se retobara si no me quería. No quería arrancárselo: quería que me lo diera. Y no sólo no se movieron sus ojazos claros de los míos, sino que sucedió algo inusual. Germinó en ella la mujer en la que algún día se convertiría, y puso sus manos sobre las mías. Inclinó apenas su cabecita ciruela hacia atrás, y cerrando sus ojos entreabrió apenas su boca. Y la besé.

No, a glicinia. Todo olía a glicinias. Luego me miró, y volvió a ser ella. Se puso roja como una cereza y rió de forma histérica y contagiosa, tapándose esos ojos con las manos. Me tiró los brazos al cuello y me besó en la mejilla. Después, seguimos jugando como si nada. Tampoco dijimos una palabra. Recuerdo haberla mirado cuando llegamos a casa hechos un enchastre y nos ganamos un chirlo. “Pero caramba che! En qué han andado ustedes dos esta vez!” Era la época en que los chicos todavía crecíamos solos gran parte del día. Sin tele, sin celulares, sin internet, sin videojuegos. Nos quedamos mirando el piso, y jamás lo volvimos a mencionar. Aunque en toda verdad, de vez en cuando, sobre todo si me había extrañado, me volvía a besar, enredando sus brazos y bucles en mi cuello. Nadie nunca me quiso mejor.

Mi abuelo era parte también de ese mundo de fábula de mis cuatro años, donde había un diminuto jardín con damas de noche — una flor que se cierra de día, y se abre de noche. Es la elegancia por antonomasia. Eso, a dama de noche. Todo olía a dama de noche. Como la mejor elegía de intimidad. Se ocultaba al sol, y se desperezaba para no perderse la vía láctea, que desde ese viñedo de Maipú se veía clarita clarita cruzando el orbe. Nos subíamos a ese desvencijado camión de cosecha todos los febreros. Se le salía la gomapluma por dentre todas las costuras. Con las manos teñidas de violeta era yo el mejor copiloto hasta la cooperativa donde toda la uva terminaba en lo que parecía un tornillo gigante que la hacía desaparecer toda hacia un lado. Era una maravilla que me tenía sonriendo de sol a sol.

Qué felices supimos ser; ese tiempo cuando éramos buena gente. Y los domingos, era mi abuelo también el que me daba sorbitos de vino tinto, sin que nadie nos viera. Después con la edad se nos va la inocencia a la mayoría. Y ya la bondad y la decencia parecen no ser nuestro primer reflejo. Nos llenamos de nostalgia y remordimientos. Los que crecimos en las viñas llevamos ese aroma a mosto y jugo de uva entibiado al sol grabado en el fondo del estómago. Porque huele a hogar. Eso, a hogar olía. A baldozas de mediodía mojadas, al bronceador de mi madre.

Al que no tenga temperamento melancólico, una infancia así se lo labra a cualquiera. Después de grande me hice pintor. No supe encontrar otro trabajo donde las cosas se midieran de acuerdo a los bucles de Teresita, donde la cotidianeidad fuera lograr los colores que tenían los nudillos de mi abuelo, donde las recompensas y las picardías fueran aventuras épicas como robar flan al vino. Fue lo más transparente y nostálgico que encontré. Quizás después de todo fuera la inocencia que intentaba redimirme, llamándome a casa.

La semana pasada coincidí de casualidad en un hotel de Buenos Aires con Attilio Pagli. Attilio vive en Toscana, y aparte de ser macanudazo es uno de los pocos enólogos en el mundo que ha hecho 3 o 4 vinos que han sido evaluados con 100 puntos. Era tarde, el día había sido largo para ambos. Nos quedamos hablando de las coincidencias entre su trabajo y el mío. De la soledad y el silencio como sine qua non para lograr algo valioso, de lograr que esa experiencia de jugar de chico en el barro de los viñedos fuera algo central en el trabajo. En el suyo; en el mío.

Unos días después volví a Mendoza, y tuve luego que ir a Uruguay. Gran parte de este año lo viví dentro de una maleta, perdiendo vuelos y abrazos. Quisieron las coincidencias que terminaran siendo descorchados por estos días un famoso Château Margaux 1995, un Puligny-Montrachet 2002, un no menos famoso Pingus 1999 de Ribera del Duero, un Saint-Esprit 2009 de Côtes-du-Rhône en buena compañía, entre otros más que las risas me hicieron olvidar. Los europeos de más de 10 años olían a casa, olían a mi abuelo, a viejo mundo. Quizás hace unos meses estando de viaje tuve oportunidad de que me convidaran otros más nobles y lustrosos, pero me quedo con los de estos días. Teresita y su boca granada volvían a mí. En su carácter terroso se me apabullaba en la memoria la tierra del parral, y hasta el jazmín que coronaba las damas de noche. No, jazmín era. Eso: todo olía a jazmín.

Entonces terminé en un viñedo que da vida al vino Altamira de los Andes, cuando estaban de cosecha. Vi un cosechador descansando al final de la jornada, tirado a la sombra de la viña. Me recordó la buena persona que supe ser en el verano del ochenta y seis. No me quedó otra que hacerle un cuadro a la nostalgia. Se lo llevaron luego unos abogados extranjeros a los que visité hace unos meses. Lo habían puesto en el comedor de su casa. Gente macanuda, defienden a los obreros allá en la gran ciudad.

Espero que a mi abuelo le haya gustado. Y a Teresita también. Aquel me reiteraba antes de morir que es vano intentar escapar a las raíces. Porque ellas y su savia vuelven a uno como un leit motiv, como un adagio lamentoso. Recordándonos nuestra identidad, recordándonos quiénes somos. Recordándonos la edad de la inocencia; cuando supimos ser decentes, cuando los besos eran sinceros. Multándonos que nuestro trabajo puede ser mejor, que puede ser un testimonio de nobleza en vez de una risotada a destiempo.

Dios y mi abuelo nos lo concedan.

Gonzalo Antón, Diciembre 2012

Pablo Ponce
@pablop11

Salir de la versión móvil